Cuando vamos en un ascensor no tocamos temas espinosos y resbaladizos,
como la política, turbia e innoble, o el fútbol, idolatrado y omnipresente. Nos
limitamos a sonreír con monosílabos, o a refugiarnos en el móvil; nos fijamos
en un punto obsesivamente, como queriendo taladrarlo, o intentamos ligar, haciéndole
gracietas a un niño en carricoche: “Tú hijo es muy guapo. No me extraña…”.
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