Me cuenta que un hijo suyo murió durante el parto: tenía 8 meses. El
médico le informó de que existía un protocolo, previsto por el hospital para
esos casos, para ocuparse del cadáver… Sin dudarlo, rechazó dicho protocolo;
compró un ataúd (separando los brazos, me muestra el tamaño), y enterró a su
hijo en el cementerio de su pueblo. Yo, que estoy harto de escuchar a tantos
idiotas, encantados de sí mismos, que van por ahí dándose golpes de pecho, contándonos
lo buenos que son, siento por este hombre una profunda admiración; siento un
gran agradecimiento por la lección de grandeza moral que me acaba de dar, narrándome un suceso tan terrible de su vida. Esta es la grandeza moral que
hemos perdido (¿definitivamente?): la de creer en unos principios que hagan la
vida más digna y seguirlos en nuestra vida cotidiana.
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