Trae golondrinas, libélulas, salamandras. Abre la boca y echan a volar.
No estas últimas, por supuesto, que, ya en el suelo, se quedan paralizadas, tal
vez incrédulas por haber sobrevivido, ilesas, entre los dientes de Rita, gata que
nos tiene fascinados. Llegó una noche, hace dos años, sucísima y famélica, huyendo
de una catástrofe… En invierno, mete una pata en el cuenco para comprobar la temperatura
de la leche, y si no le convence, me mira como diciendo: “Sé que lo puedes
hacer mejor”. No se fía de los humanos. “Traumas infantiles”, asegura la
veterinaria. Ni que decir tiene que yo le caliento la leche. A la gata, no a la veterinaria.