Estoy en un parque con mi sobrino. Cerca hay un campo de fútbol, en donde están entrenando unos niños. Me parto de la risa al oír cómo varios padres, vociferantes
y panzudos, incapaces de conducir un balón ni tan siquiera dos metros, aleccionan
a sus hijos acerca de cómo deben comportarse durante el partido, ninguneando constantemente
al entrenador. Pienso en que una de las cosas que me encantan del ajedrez es
que los papis sabiondos tienen terminantemente prohibido enmendar la plana a
sus criaturas delante del profesor. Si contravienen esta sesuda prohibición, son
obligados a abandonar la sala de juego.
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