Estoy sentado en un banco leyendo a Petros Márkaris. La chica que se me acerca es bastante guapa, pero los "afeites" que imprime la miseria son
implacables. Me sugiere que nos acostemos. “Solo quince euros”, es su oferta. Pienso:
“Si esta preciosa mujer fuera libre, ¿qué sentiría si yo me acercara a ella y
le propusiera: “Te doy quince euros si me la chupas”?” Su chulo está sentado en otro banco, a unos diez
metros de donde nos encontramos ella y yo, como un pastor aburrido. Si no me costara veinte años de cárcel, lo
estrangularía con la naturalidad con la que se persigna una monja veterana, y continuaría leyendo las peripecias del comisario Kostas Jaritos como si
tal cosa. “Gracias. No me interesa”, le digo a la chica. Ella insiste, rebajándome el precio del servicio. “Te lo dejo en 10
euros. Venga”. Hay una ansiedad siniestra en su voz. Me levanto, dispuesto a
marcharme de allí lo antes posible. En sus ojos detecto que piensa que he
aceptado. Saco un euro y se lo doy. “Para un café”. Decepcionada, me da las
gracias. Mientras me alejo, siento la mirada del chulo como una mano pegajosa en mi espalda. Pienso: "Probablemente le has pagado un café a ese tipejo infame". Asco de vida.
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