Reconozco que no fui capaz de hallar otra forma de resolver el terrible
conflicto que se libraba dentro de mí: el ferviente deseo de leer los libros
que tú vendías y el hecho incontestable, doloroso, de no tener dinero para
comprarlos. Reconozco que hurté todos aquellos que me susurraron al oído: “Estoy
hecho para ti”. Lo siento, amigo. Te aseguro que he intentado que los libros
que me llevé, al borde del infarto, de tu maravillosa librería me convirtieran
en una persona mejor. Gracias por fingir tan bien que no te dabas cuenta.
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