Cuando alguien sostiene que la quema de esos trapos simbólicos llamados
banderas es un asunto banal y anecdótico, olvida que el objetivo último de
quien quema una bandera es quemar a quienes la enarbolan, y lo haría si no le
costara acabar en prisión. Cuando el exaltado pierde ese temor a acabar entre
rejas (tantas veces a lo largo de la Historia), la supuesta anécdota acaba en episodio sangriento.
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