LA MERIENDA
Nos gustaban mucho unos bollos rellenos de crema que vendían en un supermercado
del barrio. Sabíamos que eran carísimos: un gasto imposible de asumir por el
poder adquisitivo de nuestras familias (aún no conocíamos esta terminología económica).
Entonces, distraíamos al empleado y cogíamos (expropiábamos, que diría Diego Cañamero)
unos cuantos bollos para merendar. Jamás se lo dijimos a nuestras madres,
porque nosotros éramos conscientes de que estábamos haciendo algo malo: robar (aún
no sabíamos que aquello no era robar, sino hurtar, porque nos llevábamos los
bollos sin que el empleado pardillo sufriera en sus carnes nuestra ira), aunque
no teníamos el más mínimo sentimiento de culpa. Es más, la adrenalina que
segregaban nuestros pequeños cuerpos durante el hurto daba un sabor especial a
nuestra ansiada merienda. Alguien dirá que esos bollos no son necesarios en la
dieta de un niño. Claro que no, pero nosotros lo veíamos de otra forma: ¿por
qué esos niños sí pueden merendar un bollos tan deliciosos, y nosotros, no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario